EL POETA DE LA PERCEPTIVIDAD

EL POETA DE LA PERCEPTIVIDAD

Además de las escuelas y las fundaciones, el legado de Krishnamurti al mundo, y el principal depósito de la doctrina, está en los libros publicados con su nombre. De hecho, escribió relativamente poco, siendo la mayoría de los libros transcripciones de sus charlas y discusiones, pero de joven escribió algo de poesía, y de cuando en cuando a todo lo largo de su vida registró en cuadernos sus experiencias, observaciones y encuentros con la gente. Estos escritos se caracterizan por una totalidad de la perceptividad y una economía y acierto al expresarla en palabras que merecen que se las considere literatura, y a Krishnamurti un poeta en prosa de gran categoría. Son escritos íntimos y privados, que no están dirigidos al público, y que no buscan obtener un efecto.

Nos proporcionan una idea única de la mente y de la vida cotidiana de Krishnamurti, así como indicios de lo que realmente significan ciertos términos que utilizaba habitualmente, como «perceptividad no buscada», «sensibilidad negativa» y «percepción incontaminada por el pensamiento»; o más bien cómo son esos estados de conciencia que describen. Krishnamurti, en el prólogo a su libro El canto a la vida (Sirio, 1988), escribió: «No soy un poeta, simplemente he intentado verter en palabras el modo de mi comprensión.» A pesar de lo que dice, las palabras con las que expresó «el modo de su comprensión» algunas veces condensaban y estructuraban el significado de la manera que sólo puede hacerlo la poesía. Por ejemplo:

He vivido lo bueno y lo malo de los hombres, y la oscuridad se convirtió en el horizonte de mi amor. He conocido la moralidad y la inmoralidad de los hombres, y se volvió cruel mi pensamiento inquieto. He compartido la piedad y la impiedad de los hombres, y la carga de la vida se hizo pesada. He seguido la carrera de los ambiciosos, y en vana se convirtió la gloría de la vida. Y ahora he sondeado el propósito secreto del deseo.

Este poema es excepcional por su concisión, y, significativamente, es uno de los últimos que escribió. Otros del mismo volumen, y El amigo inmortal, de 1928, están estructurados más negligentemente y emplean más metáforas poéticas y locuciones convencionales. Por ejemplo, su libro El canto de la vida empieza:

¡Oh! Escucha. Te cantaré la canción de mi Amado. Donde las suaves y verdes laderas de las sosegadas montañas se encuentran con las azules y trémulas aguas del ruidoso mar, donde el burbujeante arroyo grita en éxtasis, Donde los sosegados estanques reflejan los cielos serenos, allí te encontrarás con mi Amado. En la cañada donde la nube flota solitaria buscando la montaña donde descansar, en el sosegado humo que sube al cielo, en la aldea hacia el atardecer, en las finas guirnaldas de nubes que rápidas desaparecen, allí te encontrarás con mi Amado.

Se puede argumentar con propiedad que un «canto de amor» debe ser grandioso y exuberante, y no hay duda de que éste y otros poemas primerizos expresan genuinas experiencias extáticas, incluso místicas, y, por tanto, son interesantes por lo que nos pueden decir sobre «el modo de su comprensión». En general, es demasiado indisciplinado (nueve adjetivos en los primeros cuatro versos, ninguno sorprendente) y está demasiado cargado de poesía para resultar verdaderamente poético. En el análisis final tenemos que coincidir con Krishnamurti en que no era un poeta, por lo menos en la época en que escribió sus composiciones poéticas, incluso si en esas composiciones abundan los sentimientos poéticos.

En la filosofía de Krishnamurti maduro, el sentimiento se considera tan subversivo como el pensamiento para la percepción directa de «lo que es». Tanto el pensamiento como el sentimiento pertenecen al Ego, placenteros porque confirman la continuidad del Yo. Se ven reforzados y limitados a la vez por la experiencia anterior, que inhibe la actual. Pero nos preguntamos: ¿cómo será la percepción despojada del pensamiento y el sentimiento, o experimentar sin las trabas de la experiencia del pasado? Bueno, eso es algo que aprendemos en la poesía, aunque pocos poetas lo expresan si no es esporádicamente, y algunos, como Wordsworth, han escrito buena poesía lamentando la pérdida de ese modo de percepción. William Blake lo mantuvo más tiempo que la mayoría, y quizá la razón por la que lo hizo se encuentra en sus versos:

Aquel que atrapa para sí una alegría destruye la alada vida; pero el que besa la alegría mientras vuela vive en el amanecer de la eternidad.

Nosotros intentamos «atrapar» nuestras alegrías confiriéndoles sentimiento, complicándolas con el pensamiento, encajándolas en nuestra memoria con la esperanza de que, al recuperarlas, conservarán su magia o guardarán algo de ella para hacer más alegres los goces futuros. Pero no es así, porque están implicados la mente y el Ego, y la experiencia pasada hace imposible la experiencia actual. Para que tenga lugar esta última, debemos dejar a un lado la experiencia pasada. Eso es el «vivir y morir a cada instante» de Krishnamurti, que equivale al «vivir en el amanecer de la eternidad» de William Blake. Eso es lo que proporciona a sus últimos escritos, en el Notebook, su cualidad poética. El «besa la alegría mientras vuela», pero no se agarra a ella, ni la embellece con palabras, ni se detiene en ella demasiado, sino que simplemente la manifiesta por escrito, con claridad y precisión, y la deja pasar.

Un párrafo del Krishnamurti's Notebook ilustrará el tema. Tanto si era la descripción de un amanecer en las montañas suizas como de una puesta de sol en la India, del comportamiento de tres cuervos en un árbol o de un estanque de nenúfares, de una enorme roca y de los efectos de la cambiante luz sobre ella o del río Ganges y de su vida humana y animal, de un niño arrojando una estaca, de dos ancianas sachando un huerto, de una joven aldeana siguiendo a su esposo por un camino sumida en una «tristeza impenetrable», Krishnamurti observaba la vida de la naturaleza y del hombre con igual claridad y sensibilidad. He elegido el siguiente párrafo porque combina ambas:

El sol estaba detrás de las montañas y las tierras llanas se extendían hasta el horizonte, que se volvía marrón dorado y rojo... Había intensidad y arrebatadora dignidad y gozo en la propia tierra y en las cosas comunes que uno veía todos los días. El canal, una larga y estrecha faja de agua de fuego destructor, se dirigía al norte y al sur entre campos de arroz, silencioso y solitario; no había mucho tráfico en él; había barcazas, toscamente construidas, con velas cuadradas o triangulares, que transportaban leña o arena, y hombres que se sentaban amontonados, con aspecto muy serio. Las palmeras dominaban la ancha y verde tierra; eran de todas las formas y tamaños, independientes y despreocupadas, azotadas por el viento y quemadas por el sol. Los campos de arroz estaban madurando y eran de color amarillo dorado, y había grandes pájaros blancos entre medio con sus alas golpeando el aire perezosamente.

Carros tirados por bueyes castrados, que llevaban leña de casuarina a la ciudad, iban crujiendo formando una larga hilera y los hombres andando, y la carga era pesada. Lo que hacía la tarde encantadora no era ninguna de estas vistas corrientes; todas formaban parte del atardecer, los ruidosos autobuses, las silenciosas bicicletas, el canto de las ranas, el olor de la tarde. Había una profunda y ancha inmensidad, una inminente claridad de aquella otredad, con su fuerza y pureza impenetrables. Lo que era bello ahora estaba glorificado por el esplendor; todo estaba cubierto por él; había éxtasis y risa no sólo en lo profundo del alma sino entre las palmeras y los campos de arroz.

El amor no es algo corriente, pero se encontraba allí en la choza con la lámpara de aceite; en aquella anciana, que llevaba algo pesado en la cabeza; en aquel muchacho desnudo que balanceaba un trozo de madera que colgaba de una cuerda y despedía chispas porque eran sus fuegos artificiales. Se encontraba en todas partes, tan corriente que podías cogerlo de debajo de una hoja seca o en aquel jazmín junto a la vieja y desmoronada casa. Llenaba tu corazón, tu mente y el cielo; estaba y nunca te abandonaría. Pero tú tendrías que morir para todo, sin raíces, sin una lágrima. Entonces iría a ti, si tenías suerte y cesabas para siempre de correr tras él, mendigando, esperando, llorando... Estaría allí, en aquel camino oscuro y polvoriento.

La prosa de Krishnamurti no parece elaborada, ni que hubiera estudiado la palabra o la imagen más efectivas. Es observación anotada espontánea y simplemente, incluso descuidadamente. La escritura como tal -el vocabulario, la sintaxis y el estilo- no llaman la atención. Está al servicio del ojo, no de la mente; es transparente, a través de ella vemos el mundo. Un artista podría pintar cuadros simplemente trabajando con las descripciones de Krishnamurti; transmiten una sensación vital y exacta de «estar allí». A la vez transmiten algo más. No sólo muestran «lo que es», lo iluminan; o, más exactamente, muestran que «lo que es», es luminoso, glorioso, resplandeciente y vital en sí mismo; y que para el ojo que realmente ve, para la visión no confundida por el pensamiento y el sentimiento, todo acto de percepción desvela «el milagro de lo nuevo».

Si las obras de los artistas, en el medio literario o en cualquier otro, son artefactos, cosas en sí mismas, construcciones ordenadas arrebatadas a un mundo en desorden, como sostiene la teoría artística prevaleciente, entonces Krishnamurti no era un artista. El no creó en este sentido. Ni hubiera querido hacerlo. Escribió: La creación no es para los que tienen talento, los dotados; ellos sólo conocen la creatividad pero nunca la creación. La creación está más allá del pensamiento y de la imagen, más allá de la palabra y la expresión. No es para ser comunicada, porque no puede ser formulada, no se la puede envolver en palabras. Se puede sentir en la perceptividad total. No se puede utilizar y ponerla en el mercado, para que regateen por ella y la vendan.

La creación es «el milagro de lo nuevo» mostrándose en «lo que es» en cualquier momento del tiempo que nunca se repetirá. El hombre puede participar en ella, pero no se la puede apropiar; la puede observar, incluso describirla, pero por muy bien que haga la descripción continuará siendo otra cosa por derecho propio, porque «la palabra no es la cosa». Fue su sentido de la grandiosidad e inmensidad de la creación lo que hizo a Krishnamurti indiferente a la mayoría de las creaciones artísticas de los seres humanos, incluidos sus propios escritos, pero al mismo tiempo ese sentido es lo que impregna algunos de sus párrafos con una grandeza propia. Una experiencia que narra con frecuencia en sus Notebook y en el Diario es lo que denomina «la bendición». Otros escritores han hablado de experiencias similares: piensas en las «epifanías» de James Joyce, en los momentos en los que «era bendecido y podía bendecir» de W. B. Yeats, en la «conciencia cósmica» de R. M. Bucke. Pero «la bendición» de Krishnamurti es más que un estado de conciencia elevado. Es algo similar a una visitación:

Llegó quedamente, tan suave que no te dabas cuenta, tan próxima a la tierra, entre las flores. Se extendía, cubría la tierra y uno estaba en ella, no como observador sino perteneciéndole. No es una experiencia subjetiva, ya que pueden participar otras personas: Ayer, mientras paseábamos por un hermoso y estrecho valle, sus escarpadas vertientes oscuras, por los pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres, de pronto, inesperadamente, porque estábamos hablando de otras cosas, una bendición descendió sobre nosotros, como suave lluvia. Nos convertimos en su centro. Era suave, firme, infinitamente tierna y pacífica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda culpa y razón. Algunas veces habla de ello corno de una «presencia»: «Esa presencia está aquí, llenando la habitación, esparciéndose por los montes, al otro lado del agua, cubriendo la tierra.» «Está aquí, hay belleza y esplendor y una sensación de mudo éxtasis.»

Hay poesía en las descripciones de Krishnamurti de «la bendición», y nos dan idea de la calidad poética de los demás escritos suyos. No es tanto una poesía de conciencia elevada como de conciencia total, no de arrebatos extáticos sino de perceptividad total con los pies en la tierra. Es una característica de la obra de Krishnamurti que se produzca una transición de la poesía descriptiva a la poesía asertiva o reflexiva, como en el largo párrafo antes citado cuando empieza a escribir sobre el amor, pero la transición no es brusca ni arbitraria. La exposición no aparece como algo sobrepuesto de forma hábil a la narración, a la manera de una lección de predicador, sino como algo imbricado en ella, que crece de ella, como la totalidad de la conciencia del escritor abarca «lo que es» en el plano de la realidad física y en el de la metafísica simultáneamente.

Cuando escribe que «el amor... se encontraba en la choza con la lámpara de aceite», la aserción no es más imaginaria que «el canal se dirigía hacia el norte y el sur entre los campos de arroz». Nunca atenúa sus descripciones con la palabra «parecía» ni compromete su visión con ninguna sugerencia de que pueden existir diferentes clases u órdenes de verdad. El mundo expuesto por «la bendición» no es otro distinto situado sobre el mundano, sino uno con el mundano, siempre ahí, aunque no siempre se vea o se sienta; las aserciones sobre el mismo no son equívocas ni excesos de «licencia poética» con la verdad, son verdades tan literales sobre «lo que es» como cualquiera otra. La bendición muestra la realidad literalmente, en el sentido de hacer manifiesto lo que está vedado y oculto a la perceptividad limitada y parcial que los seres humanos aceptan como normal.

La perceptividad total de Krishnamurti también se extendía a la percepción psicológica. Sus descripciones, en los tres volúmenes de sus Commentaries on Living y en The Only Revolution, de la gente que conoció o que se acercó a él en busca de consejo o para tratar diferentes temas con él, siempre son penetrantes y sucintas. Gestos, expresiones faciales, «lenguaje corporal», tonos de voz, cosas dichas y no dichas, todo caía bajo su escrutinio. Ve infaliblemente lo que se oculta detrás de los fingimientos, las protestas, las falsas sinceridades y todas las estratagemas conscientes e inconscientes que emplea la gente para engañarse a ellos mismos y a los demás. De una mujer que fue a escuchar una de sus conferencias «por si hablaba el maestro de maestros», comentó:

Era recia y de hablar suave; pero allí se ocultaba la condena, alimentada por sus convicciones y creencias. Era reprimida y dura, pero se había entregado a la hermandad y a su buena causa. Añadió que sabría cuándo hablaba el maestro, porque ella y su grupo tenían una manera misteriosa de saberlo que no le era dada a otros. El placer del conocimiento exclusivo era obvio en la manera en que lo decía, en el gesto y en la inclinación de la cabeza.  De otra joven, una bailarina, que fue a verlo para «hablar de la belleza y el espíritu», comentó:

Debía sentirse orgullosa de su arte, porque tenía un aire arrogante, no sólo la arrogancia del éxito, sino también la de un reconocimiento íntimo de su valía espiritual. Igual que otros estarían satisfechos con el éxito externo, ella se sentía gratificada por su avance espiritual... Llevaba joyas, y sus uñas eran rojas; el color del que estaban pintados sus labios era el adecuado... La vanidad y la ambición se leían en su rostro; deseaba ser conocida tanto espiritual como artísticamente, y ahora prevalecía el espíritu.

Muchos autoproclamados buscadores espirituales y hombres religiosos buscaron a Krishnamurti, y mientras hablaban de sí mismos, de sus problemas y aspiraciones, él los observaba: Era un hombre muy rico; era mezquino y duro, pero tenía un aspecto afable y una sonrisa pronta. Ahora miraba el valle, pero la vivificante belleza no le había afectado; el rostro no se le ablandó, las líneas continuaban duras y resueltas. Continuaba a la caza, no de dinero, sino de lo que él llamaba Dios. Otro buscador de Dios, bastante orgulloso de sus disciplinadas prácticas religiosas, cae bajo su escrutinio:

La obstinación y la ausencia de flexibilidad se manifestaban en la forma en que mantenía el cuerpo. Era obvio que le impulsaba una voluntad extraordinariamente poderosa y, aunque sonreía con facilidad, su voluntad siempre estaba alerta, vigilante y dominadora... También tenía un lado amable, porque miraba el césped y las alegres flores, y sonreía... Si la belleza encajaba en la pauta de sus propósitos, la aceptaba; pero siempre acechaba el temor a la sensualidad, cuyo dolor intentaba contener.

Retratos hábiles y perspicaces como estos abundan en los escritos de Krishnamurti, mostrándolo como un observador sagaz de la gente, así como un observador sensible y apasionado del mundo natural. Añadamos a estas cualidades la sencilla elocuencia de sus obras sobre la vida y la filosofía, muchas de las cuales son obras maestras del arte del ensayo, y tenemos una oeuvre que, con el vigor y la claridad de su lenguaje, así como con la frescura y la originalidad de sus observaciones y penetraciones, proporciona en abundancia los gozos, las sorpresas y las revelaciones que son la materia prima de la literatura perdurable.

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