«EL FLORECIMIENTO»
Los años cincuenta y sesenta
constituyeron una etapa de consolidación de: la doctrina de Krishnamurti en los
libros publicados; su reputación con un público diverso en todo el mundo por
medio de los libros; y el núcleo de asociados que le ayudaron a organizar la
planificación de las charlas y ampliar la red de escuelas. Su trabajo de
«viajar por el mundo intentando señalar la verdad» lo condujo a Nueva York,
Londres, París, Roma, Amsterdam, Bruselas, Atenas, Colombo, Sid-ney y muchos otros
lugares, así como a sus casas en la India y en California. Entre sus amigos
íntimos en Europa se hallaban los Scavarelli. Vanda y Luigi, una pareja
aristócrata florentina y aficionada a las artes.
Por mediación suya empezó a
celebrar en 1961 reuniones anuales en Saanen, cerca de Gstaad, Suiza, que
continuaron hasta el año anterior a su muerte. La campiña suiza se convirtió,
como las de la India y Ojai, en un lugar muy especialmente querido por él,
inspirando algunos de sus más bellos escritos descriptivos de la naturaleza.
Varias de las series de charlas que dio en Saanen, publicadas en un libro
posteriormente, se encuentran entre las exposiciones más convincentes y
elocuentes de su filosofía.
Aunque Krishnamurti ponía una
gran energía en todo lo que hacía, sus charlas, sus paseos, sus viajes, no era
fuerte y, a pesar de que su dieta y sus ejercicios eran ejemplares, la
enfermedad lo mantuvo en cama con frecuencia. La bronquitis y la fiebre del
heno le ocasionaron molestias a lo largo de toda su vida, así como la
propensión a los mareos, la fiebre y las infecciones renales. En sus últimos
años sufrió operaciones de hernia y de próstata, y también diabetes y cáncer de
páncreas, causa esta última por la que murió.
Cuando estaba enfermo les decía
con frecuencia a los que lo cuidaban que sentía que podría «desaparecer»
fácilmente y que sólo la idea de lo que aún tenía que hacer le daba fuerzas
para cerrar la puerta a la muerte, cuando hubiera sido mucho más fácil
atravesarla. Al parecer, durante sus enfermedades «se iba» temporalmente, igual
que hizo durante los inicios del «proceso». En Ooty había insistido a las
hermanas que en ningún caso debían llamar a un médico: evidentemente, sabía
distinguir entre las dos clases de dolencias, pero la distinción no siempre era
obvia para los demás. En una ocasión, estando en Roma enfermo con fiebre,
empezó de nuevo a hablar de sí mismo en tercera persona y Vanda Scavarelli
anotó lo que dijo:
Se ha ido lejos, muy lejos. Se te
ha dicho que lo cuides... Una cara bonita. Esas pestañas son un desperdicio en
un hombre. ¿Por qué no te las llevas? Esa cara ha sido trabajada con mucho
cuidado. Han trabajado incansablemente durante mucho tiempo, muchos siglos para
hacer semejante cuerpo. ¿Lo conoces? No puedes conocerlo. ¿Cómo puedes conocer
el agua que corre...? El cuerpo ha estado durante todo este tiempo al borde de
un abismo. Lo han sujetado, lo han vigilado intensamente todos estos meses, y
si se suelta irá muy lejos. La muerte está muy cerca...
Semejantes afirmaciones se pueden
atribuir al delirio provocado por la fiebre, pero eso no las invalida
necesariamente como indicios del interior de la mente de Krishnamurti y de las
expresiones de su perceptividad de lo que era. Algunos quizá las consideren
reveladoras de una pérdida de contacto con la realidad, pero también podrían
ser destellos de penetración de la realidad. Sin duda, la proximidad de la
muerte es una realidad que la mayoría de nosotros rehuye, y uno se pregunta si
habría figurado de manera tan destacada como tema en los escritos o habría sido
comentada tan contundentemente de no haber sido por la experiencia personal de
la enfermedad que tenía Krishnamurti.
A Krishnamurti le unían lazos
estrechos con Inglaterra. Era el hogar de muchos de sus amigos más antiguos e
íntimos; el país en el que había pasado la mayor parte de su juventud y en el
que había sido educado. Su primera lengua era el inglés, y la literatura que
más amaba era la inglesa. En sus escritos juveniles estaba influido por
Shakespeare y los poetas románticos, especialmente Keats. Su manera de vestir,
sus modales y su habla eran esencialmente, y algunas veces idiosincrásicamente,
ingleses. («¡Por Jove!» era una de sus exclamaciones favoritas). A lo largo de
los años visitó Londres con regularidad, quedándose algunas veces varias
semanas para dar una serie de charlas.
Pero hasta 1968 la Fundación
Krishnamurti inglesa no se pudo permitir tener una base permanente y fundar una
escuela, pues aquélla se encontraba en el parque Brockwood, en Hampshire, una
gran casa de campo georgiana con tierras propias. A partir de ese momento
Krishnamurti pasó dos o tres meses al año en Brockwood, dando una serie de charlas
en el mes de agosto que atraían a mucha gente, la mayoría jóvenes que acampaban
en los terrenos de la casa. La escuela prosperó y a los pocos años tenía un
grupo de sesenta alumnos.
Los últimos años de los sesenta y
los primeros de los setenta presenciaron el surgimiento en Occidente de una
«contracultura» que rechazaba los valores y la forma de vida de la cultura
establecida, especialmente su materialismo, conformismo, utilitarismo y
consumismo, defendiendo un concepto del mundo y un estilo de vida alternativo
que daba prioridad a la espiritualidad, a la espontaneidad, al inconformismo y
a la «simplicidad voluntaria». Muchos jóvenes se sintieron atraídos por las
religiones orientales y por gurús estrellas, tales como Maharishi Mahesh Yogi y
Sri Rajneesh, quienes no tuvieron reservas para adoptar la mística y el papel
del hombre santo indio, buscando activamente seguidoras y alertándolos. Para
conseguir sus propósitos hábilmente sacaron partido de los medios de comunicación
y de las figuras importantes de los mismos, y se comportaban con conspicua
extravagancia y autoridad.
Por supuesto, todo eso constituía
un anatema para Krishnamurti, quien sabía por experiencia qué fácil y
finalmente fútil era explotar la enfermedad espiritual y las aspiraciones de la
gente. No quería saber nada de lo que algunas veces llamaba el circo ambulante
de los gurús populares. Pu-pul Jayakar cuenta una divertida anécdota de un encuentro
entre Krishnamurti y el Maharishi. Coincidieron en el mismo vuelo de Europa a
la India. Poco después de despegar, la azafata le ofreció una rosa a
Krishnamurti, diciéndole que la enviaba el Maharishi junto con un saludo.
Aceptó el regalo y le pidió a la azafata que le diera las gracias al Maharishi.
Algo después, al volver del lavabo, pasó al lado del barbudo gurú, que estaba
sentado con las piernas cruzadas sobre una piel de tigre, y se vio obligado a
sentarse un rato a su lado y hablar.
El Maharishi habló de su trabajo
en Nepal, donde dijo que iba a iniciar una revolución mundial de la conciencia.
Exhortó a Krishnamurti a que se uniera a él, porque creía que juntos podrían
cambiar a la humanidad. Con su característica cortesía, Krishnamurti rechazó la
invitación diciendo que en ese momento tenía una serie de compromisos bastante
urgentes. Debemos presumir que el Maharishi no entendió ni el sutil sentido del
humor ni los fundamentos de la doctrina de Krishnamurti, porque durante algún
tiempo continuó exhortándole a la unión. Finalmente, Krishnamurti volvió a su
asiento y permaneció allí el resto del viaje, y cuando llegaron a Nueva Delhi
pasó inadvertido para la multitud, que había ido a recibir al Maharishi y lo
engalanaba con guirnaldas de flores.
Krishnamurti no deseaba ni explotar
ni ser explotado por el entusiasmo contracultural y la «Nueva Era» de los
setenta. Si cada vez acudía más gente a sus charlas y leía sus libros, este
colectivo no encontró en ellos ninguna confirmación de la creencia, ampliamente
sostenida entonces, de que se estaba produciendo un cambio en la conciencia
humana, de que la dimensión espiritual se estaba abriendo y era inminente una
Nueva Era de paz, amor y solicitud. Si Krishnamurti respondió al Zeitgeist de
alguna manera fue volviéndose más vehemente en su denuncia de los gurús y de la
mentalidad de discípulo, y de la enseñanza y la práctica de las técnicas de
meditación. «Los gurús y las religiones han traicionado al hombre», dijo en una
charla en la India, e incluso se refirió a algunos gurús que tenían «sus campos
de concentración particulares».
No veía pruebas de ningún cambio fundamental, y
sostenía que la creencia en el mismo eran sueños dorados, ciegos ante los
hechos manifiestos de lo que estaba ocurriendo en el mundo. Especialmente en la
India, aunque multitudes de jóvenes norteamericanos y europeos se congregaban
allí en busca de lo espiritual, él veía violencia, avaricia, sectarismo, tradicionalismo
y materialismo que amenazaban con arruinar por completo el espíritu religioso,
como cuarenta años antes, en su conversación con Nehru, había dicho que
ocurriría. Por medio de Pupul Jayakar, que
había sido su amiga íntima desde la infancia, Krishnamurti conoció a Indira
Gandhi, la hija de Nehru y primera ministra de la India desde 1966. A mediados
de los años setenta la situación política en la India se había vuelto tan
explosiva en potencia, con la amenaza de la anarquía y la guerra civil, que la
señora Gandhi declaró el estado de excepción.
Los políticos de la oposición
fueron detenidos y encarcelados, y durante más de un año la primera ministra se
vio obligada por los hechos a presidir un régimen de represión. La situación
era tan mala que Krishnamurti suspendió su visita a la India en 1975, arguyendo
que no podía moderar lo que la doctrina tenía que decir sobre el tema de la
libertad y, en la situación reinante, semejante forma de hablar podría resultar
políticamente incendiaria, e incluso podría llevarlo a prisión. Sin embargo,
fue al año siguiente, después de que la señora Gandhi asegurara a Pupul Jayakar
que sería bien recibido y podría hablar con libertad. La primera ministra quiso
entrevistarse con él en privado, y lo hicieron dos veces. Como resultado de esos
encuentros -le dijo a Pupul Jayakar más adelante-, decidió levantar el estado
de excepción, liberar a los prisioneros políticos y convocar elecciones, a
pesar de que Krishnamurti se había negado a decirle expresamente lo que debía
hacer. Krishnamurti se sintió complacido cuando lo supo, pero preguntó: «¿Qué
ocurrirá si resulta derrotada?»
Lo fue y, poco después, la
detuvieron, pero, aunque la liberaron rápidamente, se mostraba recelosa de lo
que sus enemigos políticos pudieran tramar contra ella y su familia. Aun así,
continuó su lucha política, y en 1978 fue reelegida al Parlamento, con lo que
sus enemigos presentaron acusaciones de corrupción contra ella, consiguiendo
que la expulsaran y fuera detenida durante poco tiempo. Krishnamurti estaba en
el país cuando fue liberada, y se reunieron de nuevo. La exhortó a que abandonara
la política pero en esa ocasión no siguió su consejo, diciendo que sabía que si
ella y su familia no continuaban luchando, serían destruidos. El año siguiente hubo elecciones
nuevamente y ella volvió a ser primera ministra. Krishnamurti recibió
gravemente la noticia de su éxito con seriedad, y le dijo a Pupul que
permaneciera cerca de ella durante el siguiente año, porque se enfrentaría a un
gran pesar. Unos meses después su hijo Sanjay murió en un accidente aéreo, y la
pérdida la dejó desolada.
Durante la última etapa de su
mandato, Indira Gandhi y Krishnamurti mantuvieron una amistad más estrecha,
reuniéndose siempre que él estaba en la India, y cuando estaba fuera se
escribían con frecuencia. Durante esa época sus preocupaciones políticas aumentaron,
y en público manifestó temores sobre el futuro de la humanidad que repetían lo
que Krishnamurti había manifestado con frecuencia. Evidentemente cobraba fuerza
moral y espiritual de su amistad y solicitud; le confiaba tanto sus temores
personales como su desesperación como político con la escalada de los
conflictos sectarios en el país. El se mostraba aprensivo respecto a su
seguridad y en una ocasión le preguntó si estaba bien protegida. Comprobó por
sí mismo que lo estaba cuando lo visitó en la escuela del valle Rishi, y los
pacíficos terrenos se vieron invadidos incongruentemente por guardias de
seguridad armados. Pero en octubre de 1984 fue asesinada por dos de sus
guardias de seguridad. Uno no puede dejar de preguntarse si la pregunta de
Krishnamurti expresaba una premonición.
Al ser un observador cercano y encontrarse personalmente
implicado en semejantes hechos, difícilmente podía Krishnamurti estar de
acuerdo con el optimismo sobre el amanecer de una Nueva Era, incluso aunque
muchos lo consideraran uno de sus heraldos. Sin embargo, adoptó una de las
palabras clave de la época, «holismo», y se interesó mucho por los descubrimientos
de la ciencia que apoyaban la idea no fragmentaria del mundo. Estos
descubrimientos son considerados por muchos como una convergencia emocionante y
revolucionaria del pensamiento científico y religioso, e incluso potencialmente
catalizadores de un cambio radical en la conciencia humana. Científicos eminentes
se hicieron amigos suyos y participaron en diálogos con él.
Los descubrimientos de los
físicos y las teorías sobre la naturaleza última de la realidad física, y los
de los neurólogos sobre el funcionamiento del cerebro, le interesaron
especialmente. Los descubrimientos en la ciencia de las computadoras y la
«inteligencia artificial» también le interesaron. Donde otros vieron una
amenaza para la humanidad, él vio un reto. El cerebro humano, dijo, estaba programado
como una computadora, pero era mucho menos eficiente y rápido en sus
operaciones, aunque tenía potencial para funcionar de manera diferente. A menos
que plasmara tal potencial, sería reemplazado por las computadoras y el hombre
se convertiría en una irrelevancia, un buscador superficial de meros placeres y
pasatiempos.
Ya octogenario, la mente de
Krishnamurti estaba tan activa como siempre. Buscó otras mentes con las que
dialogar, explorar y descubrir nuevas inferencias y conexiones de la doctrina.
Continuó, con una energía constante, su gira anual de reuniones y charlas en
Inglaterra, Suiza y EE.UU., incluso añadió nuevos escenarios, como el Carnegie
Hall en Nueva York y el Barbican en Londres, para aproximar la doctrina a un
público más amplio. Asimismo, se dirigió a grupos de especialistas como los
científicos de Los Alamos y los políticos de las Naciones Unidas.
Vivía para hablar, dijo, y cuando
dejara de hablar «habría terminado». Pero era débil y el trabajo pasaba
factura. En una ocasión le dijo a su acompañante Mary Zimbalist: «Mi vida ha sido
planeada. Me dirá cuándo morir». En 1977 sufrió una operación de próstata en
Los Angeles, y después experimentó lo que más adelante denominó «un diálogo con
la muerte». Mientras sufría grandes dolores tuvo una sensación de disociación
del cuerpo, que le parecía que flotaba en el aire conversando con una entidad
que era la personificación de la muerte. La muerte apremiaba sus demandas con
gran insistencia, pero el cuerpo no cedió y en su resistencia le ayudó una
tercera entidad, que era más poderosa y vital que la propia muerte.
Dijo después: «Uno sentía fuerte
y claramente que, si el otro no hubiera intervenido, la muerte habría ganado.»
La experiencia no fue una alucinación, dijo. No deliraba, sus percepciones eran
totalmente claras; simultáneamente vio el gota a gota penetrar en su cuerpo, la
lluvia en el cristal, Mary sentada cerca, y una enfermera entrando y saliendo.
Sobre este fondo continuó el diálogo, llegando finalmente a la conclusión de
que «el cuerpo continuaría viviendo muchos años, pero la muerte y el otro
siempre estarían juntos hasta que el organismo ya no pudiera permanecer
activo».
Además de dirigirse a auditorios
y a individuos, a Krishnamurti le preocupaba en sus últimos años asegurarse de
que después de su muerte continuaría la difusión de la doctrina y el
funcionamiento de las escuelas. Además de las escuelas había fundaciones
Krishnamurti en Inglaterra, la India y EE.UU., cuyos consejeros habían trabajado
a lo largo de los años coordinando los aspectos prácticos del trabajo de Krishnamurti:
sus itinerarios, la preparación y publicación de sus libros y la transcripción
de las conferencias y los diálogos. Había habido disensiones en y entre las
escuelas y las fundaciones, y estaba impaciente por verlas resueltas y
asegurarse de que no volverían a repetirse. Muchos de los que habían
participado en el trabajo se estaban haciendo mayores, así que resultaba
necesario nombrar a gente más joven para puestos de responsabilidad.
Discutía con frecuencia con los
que trabajaban en las escuelas y las fundaciones, y expresaba su preocupación
por que el trabajo continuara imbuido del espíritu de la doctrina. Como dijo en
una reunión: Personalmente creo que estáis perdiendo algo maravilloso si lo
reducís todo a editar libros y mantener los archivos. Cuando me preocupo de mi
designio para las fundaciones, mi deseo es que lo otro, el florecimiento, no se
marchite... Deseo que el perfume continúe. Una manera de que continuara «el
perfume» podría ser, pensaba, establecer lugares en los que la gente pudiera ir
a estudiar y discutir la doctrina en un entorno apropiado. Cuando un hombre de
negocios suizo, Friedrich Grohe, se le acercó en 1983 con la propuesta de abrir
una escuela en Suiza, Krishnamurti le sugirió que, en su lugar, debía financiar
la construcción de un centro de estudios en Brockwood. El señor Grohe estuvo de
acuerdo.
Igual que en el pasado, siempre
que Krishnamurti concebía un proyecto que consideraba importante, de alguna
manera aparecían los fondos para llevarlo a cabo. También tuvieron suerte al
encontrar a un arquitecto que se había especializado en diseñar edificios
religiosos y además estaba familiarizado con la filosofía de Krishnamurti.
Keith Critchlow diseñó un proyecto que tenía en cuenta el lugar asignado al
centro y su destino como lugar en el que prevalecería una atmósfera espiritual,
donde la gente seriamente interesada en la doctrina podría dedicarse a estudiarla.
Krishnamurti estuvo vehementemente implicado en todas las fases de la construcción
del proyecto del centro, pero desafortunadamente no vivió para verlo abierto y
funcionando.
Krishnamurti murió el 17 de
febrero de 1986, en Pine Cottage, Ojai. Tenía noventa años. Seis semanas antes,
en Madras, había dado su última charla pública, y al final de la misma dijo,
con voz apenas audible: «Se termina.» Luego paseó junto con sus amigos por la
playa de Adyar, donde había sido «descubierto» setenta y seis años antes. Las
últimas charlas fueron tan enérgicas e incisivas como siempre, pero se notaban
los signos de un rápido declive físico. Era necesario llevarlo a California,
donde podría recibir atención médica adecuada. Allí le diagnosticaron cáncer de
páncreas. Durante esas últimas semanas sufrió grandes dolores, pero permaneció
lo suficientemente lúcido y coherente para discutir el trabajo de las escuelas
y las fundaciones y dar instrucciones a ese respecto. También insistió en que
no hubiera ceremonia después de su muerte, nada de gente yendo a «mostrar sus
respetos al cuerpo».
El cuerpo, dijo, simplemente
debía ser incinerado, y las cenizas, divididas para ser esparcidas por igual
entre Ojai, Brockwood y en el Ganges, en Rajghat. No debían construirse monumentos
en su honor, ni atribuirse santidad a los lugares asociados a él. El y el
cuerpo habían hecho su labor y eran prescindibles. La doctrina permaneció, y en
relación con ella había dicho durante una de sus últimas conferencias en la
India:
Cuando K se muera, como se tiene
que morir, ¿qué ocurrirá con la doctrina? ¿Le sucederá como a las enseñanzas de
Buda, que han sido desvirtuadas? Sabéis lo que ocurre; ¿le esperará el mismo
destino a la doctrina de K?... Depende de vosotros: de cómo la limitéis, cómo
penséis sobre ella, de lo que signifique para vosotros. Si sólo son palabras,
entonces le ocurrirá lo que a las demás. Si para vosotros, para vosotros
personalmente, significa algo muy profundo, entonces no será desvirtuada. Así
que depende de vosotros, no de las fundaciones ni de los centros de información
y todas esas cosas. Depende de vosotros vivir la doctrina o no.
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