EXPLORANDO LA TIERRA SIN SENDEROS
Liberarse de las obligaciones de su posición corno cabeza de la OSE y de su imagen pública como Mesías, sin duda le proporcionó a Krishnamurti una mayor satisfacción personal y descanso, pero exteriormente su vida no cambió demasiado. Las propiedades de la Orden fueron devueltas a sus donantes, pero Krishnamurti continuó dirigiéndose regularmente a asambleas de gente en Ommen, Ojai y la India, aunque ahora estas reuniones estaban abiertas al público en general. También se le invitaba a hablar en otros muchos países ante amplias asambleas de diferentes tipos de gentes. Aceptaba invariablemente, animado por su deseo de transmitir su experiencia de la alegría de la vida totalmente liberada y de animar a otros a descubrirla en sí y por sí mismos.
Por lo que respecta a la relación
que mantenía con su auditorio, Krishnamurti desarrolló gradualmente un estilo y
un enfoque únicos. Eso era consecuente con su negativa a ser una autoridad y
con su propósito de buscar a aquellos pocos que realmente lo escucharan y a
quienes su experiencia les ayudara a liberarse y ser. «No estéis de acuerdo o
en desacuerdo con lo que digo», decía a su auditorio. «Veámoslo juntos...
indaguemos... estudiémoslo más profunda mente... lentamente... realmente
viéndolo.» Se impacientaba con las preguntas fáciles y las conclusiones
prematuras, pero siempre de manera extremadamente cortés con los miembros de su
auditorio, dirigiéndose a todos como «señor», no por deferencia sino para,
invirtiendo el protocolo convencional orador-interrogador, mantenerlos atentos
al hecho de que no estaban allí para escuchar respetuosamente al orador, sino
para participar en un diálogo y una búsqueda.
Las propias investigaciones de
Krishnamurti sobre los muchos aspectos de la verdad que él había descubierto
continuaron durante muchos años; en diferentes momentos dio importancia a
diferentes aspectos de la misma según determinaron las circunstancias de la
vida; tanto de su propia vida como de la vida del mundo en general. Sin embargo,
sus charlas y escritos de los
años treinta y posteriores no fueron sólo descriptivos, sino que formaron parte
de todo un compromiso con la tarea de presentar tan clara y precisamente
como fueran posible los resultados
de su experiencia y sus investigaciones.
Pero no era fácil, porque «la verdad
es una tierra sin senderos», y el lenguaje (como las organizaciones) tiene
tendencia a constreñirla y desvirtuarla. La experiencia esencial para la
evolución de la filosofía de la vida de Krishnamurti fue aquella a la que se
refirió llamándola «la muerte del Yo»,
«la desaparición del Yo», o la aniquilación de la individualidad alcanzada
por la unión con la propia vida. El lenguaje capaz de transmitir su significado
se le escapaba; incluso la gente deseosa de comprender se quedaba perpleja ante
sus intentos por expresarlo. Algunas veces sospechaban que su valoración y
cultivo de una experiencia de naturaleza tan inefable era una especie de
escapismo.
A una persona que expresó semejantes
pensamientos, su amiga lady Emily Lutyens, cuya incapacidad para entender le
afligía, escribió una explicación y una queja que nos proporcionan una idea
reveladora del hombre:
Lamento que pienses así sobre lo
que digo. El éxtasis que siento es el resultado de este mundo. Deseaba entender,
deseaba conquistar el pesar, este dolor del apego y el desapego, la muerte, la
continuidad de la vida, todo por lo que pasa el hombre, todos los días. Deseaba
comprender y conquistarlo. Lo he hecho. Así que mi éxtasis es real e infinito,
no un escape. Conozco la salida a esta incesante miseria y deseo ayudar a la
gente a salir del marjal de este pesar. No, esto no es un escape.
Más adelante consideraremos las
etapas por las que pasó Krishnamurti y las ideas que formuló en su intento por
transmitir su percepción fundamental y su experiencia de la vida. Pero, de
pasada, observaremos que un hecho que ayudó a aclarar su pensamiento a
principios de los treinta fueron sus reflexiones sobre la naturaleza del tiempo
y la memoria. Es fascinante observar que su biógrafa dice que por esa época perdió
la memoria del pasado casi por completo.
Eso, sugiere, «era consecuente con su enseñanza de que la memoria, excepto
para propósitos prácticos, es un
peso muerto que no debe acarrearse de un día para otro; la muerte de cada día
era el constante renacimiento». Sí,
ciertamente, pero que un filósofo lleve la coherencia entre su pensamiento y su
vida a semejantes extremos es ciertamente notable.
Mary Lutyens también nos dice que
en el curso de su evolución Krishnamurti manifestó poderes psíquicos,
especialmente clarividencia y la habilidad de efectuar curaciones. Pero rara
vez los practicó: consideraba la clarividencia como una intrusión en la privacidad,
y no deseaba ser conocido como un curandero porque no quería que la gente se
acercara a él sólo por la curación física.
Los años treinta y cuarenta
fueron décadas en las que, como dijo Thomas Mann, «el destino del hombre se
expresaba en términos políticos». La guerra total, la violencia insensata, la
demagogia ideológica y las catástrofes políticas y económicas daban fe del
hecho de que los seres humanos eran, lamentablemente, deficientes en la
habilidad de prever y controlar las consecuencias de sus temores, codicias,
envidias y estupideces cuando se proyectaban y magnificaban en el escenario
mundial. Los hechos políticos demostraron de manera trágica los desastrosos
resultados de las cosas que Krishnamurti había atacado en el contexto de la
OSE: la mentalidad de seguidor del jefe, la tendencia de la mente humana a
buscar un camino que la saque de su confusión por medio de la creencia en una
ideología.
Ahora Krishnamurti ampliaba su
diagnóstico de las enfermedades del hombre y de la sociedad al mundo en
general, convirtiéndose en el incansable defensor de lo que consideraba la
única revolución que podría resultar efectiva dadas las circunstancias: una
transformación de la naturaleza humana, un gran salto evolutivo hacia adelante.
Por supuesto, semejante defensa era impugnada como idealista e irreal. Pero
sabía por experiencia que la naturaleza humana individual se podía transformar
completamente. Como los problemas del mundo eran la proyección de los fallos
del hombre no regenerado, se deducía que su solución sólo podría hallarse por
medio de semejante transformación. Lo verdaderamente poco realista era esperar
que el cambio se efectuara administrando más dosis de la misma medicina -más
organización, sistematización y subordinación de las aspiraciones del individuo
a algún mito del bien colectivo último-, porque eso ya se había visto que lo
que hacía era agravar en lugar de curar las enfermedades del hombre y de la
sociedad.
Así que Krishnamurti se
identificó en las mentes de muchos con los anarquistas políticos y se le atacó
por tener una actitud negativa en un momento que pedía la acción positiva. El
contestó a esa acusación:
Vosotros que siempre me estáis
gritando por mi actitud negativa, ¿qué estáis haciendo ahora para acabar con la
auténtica causa de la guerra? Hablo de la causa real de todas las guerras, no
sólo de la guerra inmediata e inevitable que amenaza mientras todas las
naciones acumulan armamentos. Mientras existan el espíritu del nacionalismo, el
espíritu de las distinciones de clase, de la particularidad y de la
posesividad, habrá guerra. Si realmente os estáis enfrentando al problema de la
guerra, como deberíais hacer ahora, debéis actuar de forma definitiva, una
acción positiva, definitiva: y por vuestra acción ayudaréis a despertar la
inteligencia, que es el único preventivo de la guerra. Pero para hacerlo debéis
liberaros vosotros mismos de la enfermedad de «mi Dios, mi patria, mi familia,
mi casa».
A lo largo de los años treinta,
Krishnamurti viajó mucho, por Europa, la India y EE.UU., dando charlas
frecuentemente en auditorios de miles de personas. Su vida y sus viajes fueron
financiados, en parte, por benefactores y, en parte, por la venta de las
publicaciones de la Star Review, que había sido creada con ese propósito y no
sólo publicó sus primeros escritos, sino también el mensual Star Review. Con el
inicio de la II Guerra Mundial toda esa actividad se interrumpió forzosamente,
y él la pasó en Ojai, California.
Tenía con él a amigos y
asociados, y recibió muchas visitas que, con frecuencia, habían viajado de
lejos para verlo, pero los años de la guerra fueron, relativamente, inactivos para
él. Descubrió nuevas ocupaciones, tales como cultivar vegetales, cuidar pollos,
vacas y abejas. También pasó más tiempo escribiendo, y daba paseos diarios por
las montañas. Pasear era, y continuó siéndolo toda su vida, una manera de
meditación para Krishnamurti, aunque el FBI no lo comprendió bien en su momento
y enviaron agentes a preguntarle por qué paseaba tanto y a quién veía,
aparentemente porque sospechaban que estaba mezclado en una intriga para
asesinar al presidente Roo-sevelt. Estuvo bien que no hablara en público
durante la guerra, porque con toda seguridad no hubiera moderado sus ideas
pacifistas y antipartidistas y el FBI no se hubiera tomado muy bien una
afirmación tal como: «La guerra es una expresión espectacular de las
brutalidades, las explotaciones y la estrechez de nuestra conducta diaria.»
Hubiera sido enviado a la India de inmediato como extranjero indeseable. Así
que, en lugar de ello, cultivaba su jardín y sólo hablaba con sus amigos.
Uno de aquellos amigos era el
escritor Aldous Huxlcy: Huxley, el hombre de quien se decía que leía las
enciclopedias de principio a fin, el intelectual erudito, el hombre cíe saber,
la aparente antítesis de Krishnamurti. Fue una relación extraña, como el propio
Krishnamurti afirmó más adelante (escribiendo sobre sí mismo, como hacía
siempre, en tercera persona):
Salir a pasear con él era una
delicia. Conversaba sobre las flores del borde del camino y, aunque no veía
bien, siempre que en las colinas de California pasábamos cerca de algún animal,
lo nombraba, y exponía la naturaleza destructiva de la civilización moderna y
su violencia. Krishnamurti le ayudaba a cruzar un arroyo o un bache. Los dos
tenían una relación extraña entre sí, como una comunicación no verbal, afectuosa
y considerada. Con frecuencia, se sentaban juntos sin decir una palabra.
Huxley recomendó a Krishnamurti
que escribiera; corno respuesta, Krishnamurti produjo una serie de piezas
cortas basadas en sus experiencias y encuentros con la gente; cada una
comprendía párrafos preliminares de descripciones de un lugar o de personas seguidos
por un diálogo. Entusiasmado por la originalidad de las primeras obras que le
mostró, Huxley animó a Krishnamurti a continuar, y el resultado fue el primer
volumen de la serie de los Commentaries on Living. En esa época Huxley era un
escritor de renombre mundial, y lo que puso en juego para que Krishnamurti
fuera conocido por un auditorio más amplio no puede desestimarse. Escribió una
larga introducción a Libertad primera y última (1954), la primera afirmación
sustancial de Krishnamurti sobre su filosofía que fue editada por una de las
principales editoriales de Gran Bretaña y de EE.UU., lo que, sin duda,
contribuyó al enorme éxito del libro.
Aunque después de éste
aparecieron muchos libros con el nombre de Krishnamurti, la mayoría de ellos
era transcripción de sus charlas y discusiones. Aquellos que realmente escribió
tienen un interés especial como revelaciones de la calidad de su mente y de su
percepticidad y me propongo hablar de ellos más adelante. Era incansable en su
trabajo de -como él decía- «dar vueltas por el mundo intentando señalar la
Verdad» y fundando escuelas, que eran las únicas instituciones que permitía que
se asociaran a su nombre, y escribir fue algo que hizo intermitentemente. En
1946 la escuela Happy Valley se abrió cerca de Ojai y Huxley era uno de los
administradores. Las escuelas de la India fueron: la primera, en el valle
Rishi, cerca de su lugar de nacimiento, Madanapalle; y la segunda en Rajghat,
cerca de Benarés; ambas se habían abierto en 1928 y 1934.
Cuando terminó la II Guerra
Mundial, Krishnamurti estaba deseoso de volver a la India para visitarlas. Sin
embargo, su partida se vio retrasada por una grave enfermedad, una infección de
riñon que le mantuvo en cama durante meses, y hasta finales de 1947 no pudo
hacer el viaje.
La India como nación
independiente sólo tenía unos meses y se encontraba metida de lleno en una
violenta agitación sectaria y política, con los hindúes y los musulmanes
exterminándose unos a otros. Nehru era primer ministro, y Gandhi, cuyas astutas
estrategias de resistencia no violenta habían precipitado el fin del dominio
colonial británico, era la éminence grise espiritual de la nación. Unas semanas
después de la llegada de Krishnamurti a la India, el mundo se quedó estupefacto
con la noticia del asesinato de Gandhi. Dos días después del suceso, en una
reunión pública le pidieron a Krishnamurti que lo comentara, y su respuesta,
característicamente, no hizo concesiones y puso al interrogador en su sitio:
Me pregunto cuál fue su reacción
cuando escuchó la noticia. ¿Cuál fue su respuesta? ¿Le preocupaba como una
pérdida personal, o como una indicación del curso de los acontecimientos
mundiales? Los acontecimientos mundiales no son incidentes inconexos; están
relacionados. La causa real de la inoportuna muerte de Gandhi se encuentra en
vosotros. La causa real sois vosotros. Porque sois comunales, alentáis el
espíritu de división: con la propiedad, las castas, la ideología, por tener
diferentes religiones, sectas, dirigentes. Cuando os llamáis a vosotros mismos
hindú, musulmán, parsi, o Dios sabe qué, eso está destinado a producir
conflictos en el mundo.
Krishnamurti siempre insistió en
que él no tenía nacionalidad; aunque reconocía sus orígenes, negaba que fuera
indio. Sin embargo, en la India siempre se le tuvo en la alta estima que la
cultura y la tradición conceden al hombre santo o al maestro religioso, no sólo
las multitudes humildes que se dirigían a escucharle, sino también los
instruidos y los poderosos. A pesar de sus rectificaciones, larga ausencia y no
partidismo político, era una figura de renombre y respetada en la India. Había
conocido tanto a Gandhi como a Nehru en los años treinta, arguyendo con este
último que a lo largo de la historia la India había representado el espíritu
religioso y, a menos que antes aquél fuera regenerado, la lucha política no
conseguiría nada. Nehru había sostenido que la libertad política debe llegar en
primer lugar, para proporcionarle al espíritu espacio en el que desarrollarse.
Ahora, los dos hombres se encontraron de nuevo, a solicitud del primer
ministro, no mucho después del asesinato de Gandhi. Nehru ya no era el ardoroso
joven nacionalista, sino un hombre que soportaba el peso de la responsabilidad
de su cargo, profundamente afligido por las incontrolables erupciones de
violencia sectaria que amenazaban con desintegrar la nueva nación.
Pupul Jayakar, una amiga íntima
de Krishnamurti que más adelante se convertiría en uno de sus biógrafos, estuvo
presente en el encuentro. De sus recuerdos, de la esencia de la larga
conversación, recibimos la impresión de que Nehru ya no era un hombre que
discutía un punto de vista, sino más bien uno que buscaba apoyo espiritual para
su angustia personal. Hablaron sobre la lucha entre las fuerzas del bien y del
mal en el mundo, sobre la naturaleza de la acción correcta y el pensamiento
correcto, sobre la relación entre la transformación individual y la social, y
de cómo el desorden y la división en la sociedad proyectan las mismas
características en los individuos. Si la discusión no ayudó mucho a Nehru el
político, ciertamente significó mucho para Nehru el hombre, porque los dos se
separaron de forma afectiva y acordaron reunirse de nuevo, lo que hicieron unos
meses más tarde.
Después de la relativa
inactividad forzosa de los años de guerra y su larga estancia en Ojai,
Krishnamurti se lanzó a su trabajo en la India con gran vigor. Charlas públicas
a grandes auditorios, los asuntos de las escuelas, encuentros con individuos
que buscaban su ayuda o trabajar con él, discusiones con eruditos, políticos,
amigos y asociados, antiguos y nuevos, le mantuvieron intensamente ocupado.
Pasados ocho meses le convencieron para que descansara en una casa en la
localidad de montaña de Ootacaniund (Ooty), cerca de Madras. Pupul Jayakar y su
hermana Nandini Mehta estaban cerca, y durante un período de tres semanas
fueron testigos de lo que por su relato parece una repetición de la experiencia
que Krishnamurti tuvo en Ojai en 1922.
Las hermanas lo acompañaban en
sus paseos cotidianos, y una noche él les pidió que volvieran a casa con él.
Parecía que sufría grandes dolores y le propusieron llamar a un médico, lo que
les prohibió hacer, pidiéndoles que simplemente se sentaran con él y cuidaran
del «cuerpo», cerrando su boca si perdía el conocimiento. El dolor llegó con
espasmos que se intensificaban en la nuca, la columna, la coronilla y el
estómago, acompañado por accesos de escalofríos, y algunas veces Krishnamurti
hablaba, con una voz infantil, débil, hablaba de su hermano Nitya que llevaba
tanto tiempo muerto o le pedía a Krishnamurti que volviera al cuerpo, que para
los observadores no era sino un caparazón postrado y que se agitaba en la cama.
El episodio duró unas dos horas, y hacia el final del mismo la voz dijo que
Krishnamurti volvía y habló de que estaba acompañado de otros, que eran
«inmaculados, intactos, puros». Entonces el débil cuerpo cambió, «se llenó de
una presencia sublime» que pareció envolver toda la habitación y Krishnamurti
regresó.
Hubo una serie de episodios
semejantes a éste a lo largo de las tres semanas. Siempre tenían lugar por la
noche. Algunas veces las hermanas le acompañaban a un paseo; otras deseaba ir
solo; y, en ocasiones, ya estaba demasiado débil y con demasiados dolores para
salir. El dolor parecía insoportable, le retorcía el rostro y el cuerpo, le
hacía llorar y sudar. Dijo que no podía pararlo, igual que una mujer en el
parto no podía impedir tener el niño. En una ocasión, cuando empezaba, dijo:
«Van a divertirse conmigo esta noche. Veo cómo se acerca la tormenta.» Otras
afirmaciones que demostraban la perceptividad de lo que estaba ocurriendo
fueron: «Están purificando el cerebro, oh, tan completamente, vaciándolo (...),
me han quemado para que haya más vacío. Desean comprobar cuanto de él puede caber
(...), sé lo que se proponen (...) saben cuánto puede soportar el cuerpo (...)
son muy cuidadosos con el cuerpo.» Estados de semiconsciencia en los que podía
hablar, a pesar del dolor, y sobre el mismo, daban paso a períodos de
inconsciencia cuando el cuerpo parecía simplemente un objeto inerte o
torturado. Si hablaba entonces, era con la voz infantil, y las referencias a sí
mismo las hacía en tercera persona. En una ocasión habló de algo que había ocurrido
cuando él estaba paseando y preguntó si le habían visto volver. Dijo: «Llegaron
y lo cubrieron con hojas (...) ¿sabéis?, no le hubierais visto mañana. Casi no
volvió.» Entonces empezó a volver en sí, y a tocarse el cuerpo como para comprobar
si todo estaba allí, diciendo: «No sé si volví. Puede que haya trozos míos en
la carretera.»
A pesar de su aparente
perceptividad de lo que estaba ocurriendo y su seguridad de que «ellos» sabían
lo que estaban haciendo y protegerían el cuerpo, también parecía ser consciente
de que durante esos episodios se encontraba muy cerca de la muerte. En una
ocasión pidió a Nandini que le sujetara la mano, no fuera a desaparecer y no
volver. Pero cuando volvió no mostraba efectos de lo que le había pasado. Pupul
Jayakar escribió: «Estaba lleno de energía; alegre, fogoso y joven.» Lo que más
impresionó a las hermanas fue el modo de su vuelta; la manera en que el cuerpo
se henchía, parecía crecer y estaba imbuido de un tremendo poder, y la
habitación se llenaba de palpitante energía. Estos efectos eran más pronunciados
al final de lo que resultó ser el último episodio. Después Krishnamurti les
preguntó a las hermanas: «¿Visteis aquella cara?», y les dijo: «El Buda estuvo
aquí. Estáis bendecidas.»
Posteriormente Krishnamurti no
escribió ni habló de esas experiencias, como había hecho con las experiencias
de Ojai en 1922. Entonces se había mostrado elocuentemente lírico y extático
sobre lo que le había ocurrido, pero ahora, veintiséis años después, habiendo
dejado atrás el lenguaje y las expectativas de la teosofía, y después de haber
manifestado la opinión de que la memoria y la interpretación distorsionan las
experiencias, se mostraba más reticente. Hasta años más tarde no volvió a
mencionarles la experiencia a las hermanas, y entonces sólo en breves cartas
que les enviaba desde Londres, donde al parecer aún estaba experimentando otro
acceso del «proceso». En estas cartas, escritas en mayo de 1961, se refería a
«las ruedas de Ooty», diciendo que funcionaban «con potencia», «frenéticamente»,
«dolorosamente». Fue la única pista que dio de su interpretación del «proceso»;
su utilización del término «ruedas», claramente referido a los chakras, que usualmente
se representan como ruedas en las ilustraciones de la anatomía oculta india.
Al llegar a la India, en esta
ocasión y en otras posteriores, Krishnamurti siempre abandonaba los trajes
occidentales y adoptaba los indios, lo que hacía más difícil su rechazo del
papel de gurú porque lo parecía. A los indios les costaba entender que un maestro
religioso rehusara dispensar bendiciones o tener seguidores y un séquito de
discípulos, y que impidiera las expresiones de homenaje y devoción que le eran
debidas al hombre santo. Siempre que veía a alguien que iba a inclinarse ante
él se aseguraba de que le obedecía tocando el pie del devoto, y aunque no siempre
podía evitar que la gente le tocara o tocara su ropa, no ocultaba el hecho de
que encontraba esos gestos improcedentes y embarazosos. La India, como le había
dicho a Nehru, a todo lo largo de la historia había representado el espíritu
religioso, pero la supervivencia de aquella tradición en rituales y prácticas
desprovistas de verdadera espiritualidad era un obstáculo más que una ayuda
para la transmisión de la doctrina.
Los eruditos que estaban
acostumbrados a detenerse en las correspondencias entre las enseñanzas y la
filosofía védica y los Upanishads estaban tan lejos de comprender su significado
como las multitudes (algunas veces tres o cuatro mil personas) que se congregaban
para escuchar sus charlas, creyendo que el solo hecho de estar en presencia de
un gran y reconocido maestro religioso les confería algún beneficio espiritual.
Para Krishnamurti la religiosidad, bien erudita o supersticiosa, era una
especie de inercia espiritual a la que la mente india estaba especialmente dispuesta,
y era muy enérgico censurándola. «La gente utiliza al gurú como muleta», le
dijo a alguien que le preguntó por qué rechazaba el papel. De los sannyasis,
los reverenciados monjes mendicantes de la India cuyas vestiduras de color
azafrán representan la renuncia a todas las cosas terrenales, dijo que sus
austeridades, devociones, meditaciones e inmersión en las escrituras no
constituían la vida religiosa. Dijo: «Ponerse una ropa de color azafrán no
significa renuncia.» «Nunca se puede renunciar al mundo, porque el mundo forma
parte de ti. Renuncias a unas vacas, una casa, pero renunciar a tu herencia, tu
tradición", el peso de tu condición, eso requiere una búsqueda enorme.»
Había una gran ambivalencia en
los sentimientos de Krishnamurti hacia la India y su cultura. Su vehemencia
estaba en proporción con su afecto por una tierra y una gente que, a pesar de
su negación de la nacionalidad en principio, en espíritu eran sus amigos y
parientes. Aunque era crítico con los sannyasis en general, siempre estaba
disponible y recibía calurosamente a los que iban a visitarle. Siempre sintió
un afecto especial por el Buda. Uno de sus paseos favoritos era por el camino
de peregrinos a Sarnath, el lugar de la iluminación de Buda, que cruza el
terreno de la escuela de Rajghat. Sabía algo de sánscrito, y algunas veces le
escucharon cantar poemas en esa lengua. Empezaba todos los días con una serie
de asanas, o ejercicios de yoga, aunque insistía en que la práctica no era en
absoluto religiosa o ritual.
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